El tiempo del escritor

El tiempo del escritor

20 Mayo 2020

El escritor es el tiempo, no solo de una obra mientras se escribe, sino que también vuelve, una y otra vez, a un presente a través del lector y sus lecturas, multiplicando y extendiendo así, el tiempo contenido en el libro, que es, finalmente, el tiempo del escritor.

Marcelo Beltrand >
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Por Marcelo Beltrand Opazo

Un libro se escribe de dos formas, una, la más obvia, a través de sus páginas y su historia, los personajes y las escenas, la trama, el ritmo y los diálogos; la otra, es la trastienda, la parte que no se ve, es aquella a la que el lector no accede, porque no está escrita. Y comienza cuando surge la idea, cuando las imágenes comienzan a tomar forma, cuando a la historia llegan los primeros personajes y buscan con quién hablar, entonces, nacen los primeros diálogos, en ese momento, para el escritor, que ve la historia como una casa vacía, sin amoblado, sin cuadros, sin utensilios, es decir, aún por habitar, en ese momento el libro entra en movimiento, la historia se expande, se mueve, se modifica día a día, mes a mes, e incluso, año a año. En definitiva, la casa se habita y los personajes cobran vida.

Entonces, esos primeros habitantes del mundo literario del escritor, sentados en una casa vacía, a lo mejor, con solo sillas para los primeros que van llegando, esperan, esperan a que la historia tome forme, o, a que el escritor de rienda a la escritura. Esperan a que el escritor decida donde ponerlos, qué hacer, cuándo y dónde vivir esas vidas imaginadas, ese tinglado soñado.

Claro, acá el tiempo es relativo, que por supuesto no es el mismo tiempo que le lleva al lector leer un libro. El tiempo acá se puede estirar, se puede extender más de lo que el escritor quisiera o ha imaginado o planificado. El tiempo para el escritor toma dimensiones inesperadas. El escritor entra a la dimensión desconocida de la escritura. Un libro se puede escribir en un par de semanas, meses o en años.

Vladimir Nabokov tardó cinco años en escribir Lolita; Mario Vargas Llosa escribió La ciudad y los perros en cerca de tres años; Julio Cortázar trabajó en la escritura de Rayuela por cuatro años; Juan Rulfo escribió Pedro Páramo en algo más de cinco meses; Gustave Flaubert tardó cinco largos años en escribir Madame Bovary; Gabriel García Márquez demoró dieciocho meses en la escritura de Cien años de soledad; Fiodor Dostoievski escribió Crimen y Castigo en algo más de un año y medio; Margaret Mitchell tardó poco más de diez años en escribir Lo que el viento se llevó; y Jame Joyce vivió doce años obsesionado escribiendo Ulises. Cada uno de estos escritores vivió en la dimensión desconocida de la escritura, algunos por más, alguno menos. Rosa Montero escribió en el libro La Loca de la Casa que “El escritor siempre está escribiendo. En eso consiste en realidad la gracia de ser novelista: en el torrente de palabras que bulle constantemente en el cerebro”.

Pero, cómo mide el escritor el tiempo, sino, con sus propios libros. Y es justo en este punto, que la relación que hace Heidegger toma relevancia para el escritor: tiempo y eternidad, cuando escribe “El tiempo es aquello en lo que se producen acontecimientos”. Acontecimientos que implican movimientos, cambios. Entonces, nos dice: “el cambio se produce en el tiempo”. Pero para medir el tiempo, necesitamos cierta rutina, cierta repetición. El reloj marca los segundos y las horas sin equívoco, sin interrupción.

El escritor puede medir el tiempo a través de sus libros, tanto en lo que demora en escribir, como en lo que demora en publicar. Pero también, en el tiempo contenido en la misma escritura, tanto en las imágenes que se reflejan, como en los márgenes que deja, en las vidas que recrea, en las escenas que omite y describe, y que después, cuando se leen por un lector imaginario se convertirán en un ahora, en un presente para el lector, para los personajes y para el escritor que lejos, estará como ausente, casi anónimo. Así, el escritor es el tiempo, no solo de una obra mientras se escribe, sino que también vuelve, una y otra vez, a un presente a través del lector y sus lecturas, multiplicando y extendiendo así, el tiempo contenido en el libro, que es, finalmente, el tiempo del escritor.