Memorias de un artista nacido de nuevo: Capítulo 2

Memorias de un artista nacido de nuevo: Capítulo 2

06 Junio 2018

Memorias de un artista nacido de nuevo: mi vida en el arte, relatando experiencias desde los comienzos hasta la actualidad, una escritura autobiográfica. 

Andrés Ovalle H >
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Capítulo 2- Arte y psicodelia

Mi hermano mayor junto a un vecino llegó del centro pelado al rape. Eso es lo que quiero hacer, me dije. Entonces fui a la peluquería y me pelé al cero. Otros en el barrio siguieron el ejemplo. Nos ganamos el apodo de “pelao” Ovalle. Cuando me preguntaban “¿por qué te pelaste? Yo por el asco que da tu sociedad, por el pelo de hoy, ¿cuánto gastas?” Respondía parafraseando a Luca Prodan, el vocalista de Sumo. Andar pelao era un acto subversivo contra el mundo de las apariencias, aunque nunca fui panki.

Memorias de un artista nacido de nuevo - Capítulo 1

A los catorce años asistí a un taller de pintura en el Centro Arte de Viña del Mar. Con pastel graso y block de dibujo bajo el brazo, durante semanas tomé clases con Sergio Soza, quien pronto me sacó la película. Me hizo realizar un ejercicio que aún recuerdo. Debía pintar con 2 colores, negro y rojo. Luego de corregir mis composiciones me develó que el negro era el mundo interior, lo desconocido, y el rojo, la sangre, el corazón. Entonces entendí que debía explorar mi mundo interior si deseaba ser un buen artista.

Notación de Memoria con mano izquierda. Fragmento 6

Siguiendo esa enseñanza comencé a explorar el inconsciente de la mano de la psicodelia. Ya había experimentado mis primeras voladas con “los bobs”, como años después le decíamos a la marihuana, lo que había cambiado mi percepción de las cosas, ampliándola a una realidad paralela que, como el arte, me permitía entrar en esa profundidad psicológica que anhelaba conocer, aunque aún no dimensionaba los peligros que la psicodelia conlleva. Fue así que comencé a pintar una vorágine de formas inconscientes que estiraba como un elástico que después volvía a la normalidad. Pero hubo amigos y conocidos que nunca volvieron a ser normales, las drogas les gatillaron patologías mentales. Jóvenes brillantes se quedaron deambulando en el camino. No todo era color de rosas.

Hoy viéndolo a la distancia y alejado del pasto loco y de andar curao -por la gracia de haber “nacido de nuevo”-, le doy gracias a Dios que me libró de tanto rock and roll y excesos de esa época. Es verdad, estábamos en la dictadura y nosotros éramos adolescentes rebeldes experimentando con todo tipo de drogas, surcábamos un territorio peligroso donde no se veía el abismo, hasta que alguien caía. Por eso cuando hoy escucho que quieren legalizar alguna droga, se prende una luz de alerta en mi interior.

Desde que llegó a mis manos el libro La Psicología del Arte, de Sigmund Freud, entendí otro aspecto de este crucigrama que estaba transformando mi realidad. El conocimiento de la función psicológica del arte fue una develación. Podía indagar en la realidad psicológica que se esconde detrás de las obras de otros artistas. Freud había analizado, a su modo, obras maestras de Da Vinci, Dostoievski y Miguel Ángel. El arte servía para develar el alma humana, para descubrir los orígenes de la Humanidad. Aunque en ese entonces no sabía que para explorar lo profundo del alma humana tenía que ir equipado, no sabía que caminaba en un borde.

Notación de Memoria con mano izquierda. Fragmento 7

Buscando “bobs” conocí la periferia de Viña del Mar y compartí con todo tipo de personajes que transitaban los mismos caminos. En los ochentas se plantaba cáñamo en San Felipe y los Andes y muchos iban a buscar cuetes en tren. Llegaban con sacos y mochilas llenas. Había abundancia y era barato, por lo que hacíamos tremendos petardos. Así llegué a acampar al Agua de las Cañas en El Tebo, y a Horcón, lo que con el tiempo se transformó en una especie de peregrinaje. Con fogata nocturna, yerba y Ron Silver, agotábamos las horas recorriendo bosques y quebradas junto a la playa jipi donde contemplábamos las estrellas y soñábamos con poéticas surrealistas y utopías futuras. Los colores del Submarino Amarillo de los Beatles y sus metáforas sobre el espacio tiempo resonaban con fuerza. Estábamos sumidos en un idealismo ingrávido. Se respiraba en el ambiente la esperanza de cambiar el mundo, algo que nunca llegó porque los que cambiábamos éramos nosotros.

En esa época de adolescente mis intereses se transformaron radicalmente. Pasé del mocasín Pluma a los zapatos “yerbita” Hush Puppies que distinguía a los volaos; de la mochila Saxoline al morral de lana con diseños precolombinos; del chalequito Snob al chaleco chilote; de la camisa Wrangler a la blusa indú; usaba pañuelo al cuello, collares y decenas de pulseras en ambas manos. De Los Prisioneros pasé a escuchar rock sinfónico; de ACDC a las canciones de Silvio “yo era un muchacho tranquilo hasta que llegó mi sueño más dorado que era una mujer algo mayor que yo.” Pero fue la música de Sui Generis y Charly García la que más me acompañó en ese período de tantos cambios “si estas palabras te pudieran dar fe, si esta armonía te ayudara a creer”. Había algo en esas melodías que simplemente era superior. También escuchaba Emerson Lake and Palmer, en especial Cuadros de una Exposición, basado en la obra de Modest Musorgski, una joya instrumental que ilustraba pinturas y que me hizo ensanchar los límites creativos al asociar la música con la plástica.

Notación de Memoria con mano izquierda. Fragmento 8

Hubo otra joya musical que también amplió mi percepción del arte, The Wall, de Pink Floyd. Esas formas oníricas moldeadas por guitarras punzantes eran absolutamente surrealistas. Para mí el surrealismo era un movimiento del pasado que se encontraba en una estantería y al interior de una enciclopedia de historia del arte Salvat. Pero con The Wall cobraba vida, movimiento y música. La temática del tipo enajenado y demente tenía sentido. El culpable era el sistema. ¡Hey teachers leave them kids alone! era un grito generacional que hacía resonancia con todo ese bullir adolescente donde veíamos que la única forma de hacer frente al autoritarismo de la dictadura de Pinocho era mediante la rebeldía. Pero no podíamos enfrentar a los pacos ni menos a los milicos. Ellos tenían armas y nosotros recién florecíamos. Aun rondaba en el ambiente la revolución de los jipis protestando con versos y flores contra la guerra de Vietnam. El mensaje de paz y amor que profesó la generación anterior se veía difuso, aunque algo quedaba de aquello. Había que buscar otras formas. Para mí los pinceles se trasformaron en la alternativa, en un camino angosto pero fascinante.

En esa época pintaba rostros que a su alrededor aglutinaban objetos y símbolos que se relacionaban entre sí. Usaba colores rojos, azules, verdes, cafés y amarillos. Pintaba con pasteles, lápices, carboncillo, tintas, acuarelas, temperas y los materiales que encontrara. Compraba cartón forrado y cartulinas de distintos colores y comenzaba a pintar sin un boceto previo. No trataba de encontrar lógica a lo que afloraba, solo buscaba crear composiciones lúdicas pues tarde o temprano las figuras cobraban sentido. Esas obras eran un mapa del inconsciente. Estaba afirmando mi personalidad. Ana María Lang (QEPD) me había dicho que tenía que cultivar la perseverancia y tener disciplina, lo que para mí estaba asumido porque había practicado atletismo durante años y donde tenía que superar marcas permanentemente.

Todo iba bien hasta que una experiencia con peyote San Pedro me dejó asustado y dejé de pintar por seis meses. Tenía dieciséis años.

Eso lo relataré en el próximo capítulo de estas “Memorias de un artista nacido de nuevo”.