Buenas conversaciones, buenos futuros
A 40 años del golpe de Estado: Mis razones personales para no aceptar el carnaval de perdones
A 40 años del golpe de Estado: Mis razones personales para no aceptar el carnaval de perdones
Estas son mis razones personales para no aceptar el carnaval de perdones.
Tito Tricot >
authenticated user Corresponsal Corresponsal CiudadanoPor Dr. Tito Tricot
Sociólogo, Director Centro de Estudios de América Latina y el Caribe-CEALC
Las sombras de la noche ocultaban otra noche, más espesa, más oscura,
cuando de repente un comando de la CNI irrumpió violentamente ante mi
inexistente asombro, porque sabía que algún día iba a suceder. Resistí
como pude —sin considerar ni un segundo las claras posibilidades de la
muerte—, pero eran demasiados.
Salieron de la casa, de los arbustos, de otras sombras. Y mi compañera, embarazada de 5 meses, en algún ignoto lugar, tal vez siendo torturada o ya asesinada o llorando o enfrentándose a ellos con coraje defendiendo a nuestro hijo. Yo solamente veía agentes armados hasta los dientes que gritaban y se paralogizaban ante mi inesperada y desigual resistencia. Tan desigual que jamás podría emerger victorioso del enfrentamiento, pero era tal la rabia y la impotencia que poco importaban los riesgos. Así, ya inmovilizado, boca abajo, respirando agitado sobre el angosto trecho de cemento, un agente se para detrás de mí, pone la pistola en mi nuca y me dice: “Tengo la bala pasada, si te moví, te mato”. Fue en septiembre de 1987. Catorce años antes, otro septiembre, en Valparaíso, un suboficial de la Armada le ordena a un marino apuntarme con el fusil en la espalda y le grita: “Si se mueve, mátalo”. Dos momentos terribles congelados en el aire; un vuelo rasante que te seca la garganta y te estremece entero, aunque intentes mantener la calma.
En Santiago de noche, en
Valparaíso de día, pero en cada ciudad la misma violencia, el mismo
desprecio por la vida. Era el 11 de septiembre, un mes extraño, de luces
y sombras, de alegrías y sinsabores en la historia de nuestro país. En
nada de esto pensaba cuando un grupo de agentes, entre golpes y gritos,
intentaba arrastrarme hacia un furgón utilitario estacionado fuera de la
reja con su puerta abierta esperando otro desaparecido, otro asesinado.
En el forcejeo alcanzo a gritar mi nombre y decir que me están
secuestrando, y más golpes y más gritos, mientras resisto el ingreso
hacia lo desconocido apretando fuerte las piernas sobre los contornos de
la puerta corrediza. Finalmente lo inevitable: el violento aterrizaje
al interior del vehículo. La capucha, una cuerda al cuello y un agente
al costado golpeándome con su pistola en las costillas. Yo sólo pensando
en cómo escapar del infierno, escuchando atento y ansioso el ruido de
la calle, intentando descifrar luces y voces bajo la capucha. Sabía que
si comenzaba a difuminarse el sonido de la calle significaba que el
vehículo se iba alejando de la ciudad, probablemente hacia un sitio
eriazo en las afueras de Santiago para matarme. Mientras tanto, seguía
escuchando atentamente a la calle: los autos, las bocinas, las voces.
Pensando, al mismo tiempo, qué hacer cuando me bajaran del furgón y me
forzaran a correr para dispararme por la espalda o, quizás, simplemente
darme un tiro en la nuca, como lo hacen los cobardes. Mero instinto de
supervivencia, nada de valentía o heroísmo, sólo un último intento de no
morir indignamente que, supongo, es otra forma de querer vivir. Otro
modo de preguntarse, con la angustia dibujada en los labios ¿adónde van
los desaparecidos, qué sienten, cómo evitar ser otro más? Mi única
respuesta era seguir aguzando el oído y prepararme para la batalla
final, mientras me sofocaban la capucha, la cuerda, la incertidumbre, en
medio de las comunicaciones radiales en clave y las risas indolentes de
mis captores.
Hasta que se detuvo el furgón y una voz aguardentosa dijo
desganado: venimos a entregar un paquete. Supe después que mi
compañera, su vientre inquieto, y al parecer en otro vehículo, al verme
inmóvil los increpó con inmensa valentía diciendo que ella no se movería
ni iría a parte alguna mientras no se asegurara que yo estaba vivo.
Inconmensurable coraje en medio del terror. Estas son mis razones
personales para no aceptar el carnaval de perdones.
También porque a Ignacio Valenzuela, mi hermano y compañero, lo mataron
por la espalda, pues no se atrevieron a dispararle de frente, no osaron
mirarle al cristal de aquellos ojos vestidos de futuro. Fue en la
denominada Operación Albania, donde asesinaron a 12 combatientes del
Frente Patriótico Manuel Rodríguez. En dicha acción participó el capitán
de ejército Luis Arturo Sanhueza. Utilizaba la chapa de Ramiro
Droguett, era miembro de la Brigada Verde de la CNI, encargada de la
represión en contra del FPMR y el Partido Comunista, y también participó
en el secuestro y ulterior asesinato de cinco jóvenes en septiembre de
1987 en venganza por el secuestro del coronel Carlos Carreño. Fue uno de
los más crueles agentes de la CNI y de la Dirección de Inteligencia del
Ejército (DINE). Al “huiro”, como le decían, lo conocí en medio de la
noche, era bajo, grueso y de mirada profunda, aunque de ojos pequeños
enclavados en una frente demasiada amplia. Actuaba calmadamente, de
manera fría y calculadora. “Esto es guerra”, me dijo desganado. “Si no
cooperas, hay otras formas de hacerte hablar”, aseveró, dirigiendo la
vista a más de 10 agentes que me rodeaban en aquel cuarto. Ellos, a su
vez, me mostraron el magneto usado para generar corriente. Uno de esos
agentes escupe sarcásticamente: “te salvaste en junio”, en clara alusión
a la matanza de la Operación Albania. “Tuviste suerte —me dice— pero se
te acabó ahora”. Y las torturas, los gritos, la electricidad, las
amenazas de muerte y las de torturar a mi compañera con sus 5 meses
acuestas y sus ojos de cielo. Estas son mis razones personales para no
aceptar el carnaval de perdones.
También porque en algún momento de furia en medio de un
interrogatorio, un agente de la CNI me quita la venda y me dice que lo
mire bien, que no se me olvide su cara, puesto que él me va a matar. De
nuevo la venda y más golpes y más corriente hasta despertar en la posta
central con una vértebra fracturada. Y, más tarde, enyesado desde el
cuello hasta la cintura, encadenado a un vetusto catre de la
penitenciaría donde me trasladaron desde el hospital rodeado de agentes
de civil. Fue en septiembre de 1987 y, también en septiembre, pero el
mismo día 11, los marinos me detuvieron en Valparaíso para llevarme al
estadio Playa Ancha convertido en un campo de concentración. Al
descender del vehículo flanqueado por marinos, vi a cientos de hombres,
obreros con sus cascos, estudiantes, qué sé yo, mucha gente. Al ingresar
por la puerta principal, pude ver que a todos los forzaban a subir por
las escalinatas y desaparecer en la cancha. Eran trabajadores de la KPD,
fábrica de construcción de departamentos donada por la Unión Soviética
al Gobierno Popular y que se encontraba ubicada en El Belloto. También
estaban los obreros de los astilleros Las Habas. Mucha gente, más
asombrados que temerosos, más expectantes que aterrados, creo.
Porque
nunca hablé con nadie, es que al llegar al estadio un oficial le
preguntó a la patrulla que me traía de dónde venía, qué quién era; al
darse cuenta que no venía de ninguna fábrica, sede de partido, radio o
universidad, ordenó a los marinos dejarme en el rellano de una
escalinata lateral. Al parecer, el oficial se desconcertó conmigo, con
mi esmirriada figura, mi juventud, mi inusual procedencia, mi arribo en
ambulancia. O simplemente fue demasiado para él pensar qué hacer con
alguien tan insignificante, cuando tenía el estadio ya atiborrado de
prisioneros. Para ser franco, yo tampoco sabía qué hacer empinado en ese
atalaya privilegiado, observando los centenares de personas que
entraban por la reja central entre trastazos y gritos, para ser arreados
hacia la cancha de fútbol. De repente, apareció al mando de una
patrulla de cadetes un amigo alférez, armado con un fusil para la
guerra. Me quedó mirando asombrado y me preguntó: “¿Y tú qué haces
aquí?”. No supe qué decirle, sólo me encogí de hombros y farfullé un no
sé. Me atisbó un segundo y se fue corriendo con su tropa de soldaditos.
Ni una palabra de pesar, ni un “lo siento”, ni siquiera una sonrisa
triste de solidaridad. Nada. Él, mi amigo, cómplice de mil noches, de
fiestas, de pololas. Él, Patricio Gajardo, mi vecino, a quien le cuidaba
su polola de potenciales rivales ante sus celos enfermizos. Éramos
amigos, de uniforme o sin él, de cadete o de civil. Por eso nunca
imaginé por un momento que él sería parte de esta guerra absurda, que
aparecería de la nada vestido para matar. Que no hiciera nada por mí,
que se alejara entre fusiles y bayonetas y me abandonara a mi suerte.
Él, mi amigo que posteriormente fue agente de la DINA y de la CNI, quizá
a cuántos compañeros torturó o asesinó, quizá a cuántas mujeres violó o
asesinó. Hoy trabaja en Perú como consultor internacional en
administración logística a empresas. Creo que cuando se escabulló
tranquilamente sin ayudarme, fue ese el instante preciso en que tomé
conciencia de que esto era en serio, que nada nunca volvería a ser
igual, que en las alturas de Playa Ancha, donde el viento es amo y
señor, se detuvo el tiempo, y el viento se convirtió dócilmente en una
masa gelatinosa que aplastaba los hombros y las esperanzas. Estas son
mis razones personales para no aceptar el carnaval de perdones.
Probablemente a pocos les importen mis razones personales para no
aceptar el carnaval de perdones, pero mientras los desaparecidos
continúen desaparecidos, los torturados sigan torturados, y los
asesinados aún estén muertos, simplemente quería decir mi palabra,
aplacar mi desgarro y gritar: ni perdón ni olvido, sólo verdad y
justicia.