Crisis de representación y democratización de la política: ¿pueden resolver el problema las organizaciones sociales y ciudadanas?

06 Marzo 2020

Para que esta construcción de una salida social y política sea sustentable, los partidos deben aceptar que los actores sociales participen en la discusión de los acuerdos políticos que sean puestos sobre la mesa de negociaciones, proporcionando la legitimidad del caso.

Patricio Rozas >
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Por Patricio Rozas

La explosión social iniciada el 18 de octubre tiene un profundo contenido ético, de cuestionamiento valórico al comportamiento y desempeño de las élites políticas y económicas que administran el poder en la sociedad chilena de manera regresiva y excluyente, incumpliendo incluso la propia normativa que esta misma élite se concedió para ejercer su dominio sobre el resto de la ciudadanía.

Probablemente, la sensación de impunidad que se instaló en la ciudadanía al conocer los ilícitos cometidos por miembros de la élite no ha sido todavía bien ponderada en el análisis del estallido del 18-O y sus factores desencadenantes, como tampoco lo ha sido la emisión de los comentarios burlescos de varios de los ministros de Sebastián Piñera, vertidos al momento de explicar medidas que habitualmente castigaban las condiciones de vida de la ciudadanía, especialmente la más carenciada y vulnerable. 

En este cuadro general de legitimación y normalización de conductas abusivas en contra de la ciudadanía por parte de la élite, especialmente por parte de quienes hoy gobiernan el país, pero no solamente por estos, no extrañó (salvo a los incumbentes) que la totalidad de las organizaciones políticas, incluyendo aquellas de reciente formación y agrupadas en el Frente Amplio, se vieron sorprendidas y sobrepasadas por la movilización de varios millones de ciudadanos que incansablemente se lanzaron a la calle en las principales ciudades del país, desbordando la institucionalidad y poniendo de cabeza al gobierno y a la dirigencia de los partidos políticos.

No vimos venir el estallido, fue el comentario obligado que los miembros de la élite pronunciaron en privado. Eso no es verdad. Desde hace varios años, varios intelectuales de la izquierda veníamos hablando del agotamiento del modelo neoliberal y de la crisis de representación y legitimidad que se estaba incubando en el sistema político chileno. No solo Mayol, Atria o Joignant, entre otros, hicieron Las advertencias del caso. También en el ámbito local, en conjunto con el escritor Marcelo Mellado analizamos la irrupción del alcalde Sharp en dicho contexto, como expresión de tal crisis de representación y legitimidad de la actividad política en Valparaíso (“Política y ciudadanía: los gritos del Puerto”, ed. La Quebrada).   

En definitiva, el cuestionamiento y rechazo ciudadano a la denominada clase política no surgió de la noche a la mañana. Más bien, este fue un proceso que se incubó a través del tiempo durante las últimas tres décadas, alimentándose no solo de sus carencias y demandas insatisfechas (como tienden a creer algunos, de manera simplista), sino de la decepción y desencanto que produjo el alineamiento de parte de la dirigencia progresista a las prácticas tradicionales de la derecha, asociadas al soborno, cohecho, tráfico de influencia y financiamiento de organizaciones partidarias, dirigentes y parlamentarios por parte de los grupos de poder fáctico que administran el país a su antojo.

Con seguridad, los casos Penta, SOQUIMICH, CAVAL y CORPESCA —develados durante la segunda administración de Michelle Bachelet— pusieron al descubierto los altos niveles de corrupción que impregnan la conducta habitual del sector de la derecha más identificado con el modelo neoliberal y la dictadura de Pinochet, no obstante la participación de algunos personeros del mundo progresista. 

A pesar de eso, la idea que se instaló en la consciencia colectiva no fue que la UDI es el partido símbolo de la corrupción heredada de la dictadura, sino, más bien, que era el conjunto de la clase política la involucrada en tales prácticas. En la instalación de esta idea no fue ajena la participación de las principales cadenas de medios de comunicación, controladas por estos mismos grupos fácticos de poder económico y político de la sociedad chilena.       

La representación del mundo social

Cabe preguntarse si los liderazgos emergentes desde la sociedad civil —esto es, desde las organizaciones sociales y ciudadanas— pueden contribuir a resolver la crisis de representación y de legitimidad que afecta a la dirigencia del Estado. 

Una primera dificultad se vincula a la destrucción del tejido social que instituyó la dictadura de Pinochet, la que perdura hasta hoy. Si bien en nuestro país, históricamente, la sociedad civil ha estado siempre subordinada a la sociedad política, el predominio de esta última se acentuó de manera gigantesca durante la dictadura. Ni los colegios profesionales (que representaban corporativamente los intereses de capas medias), ni las organizaciones sindicales tienen la capacidad de representación e interlocución de antaño frente al Estado y al mundo político. Lo mismo ocurre, aunque en menor medida, por las organizaciones empresariales. 

Parece claro que la irrupción de un movimiento social, no obstante ser extremadamente amplio y unificado en torno a la demanda por justicia social y de poner término a los múltiples abusos ejercidos por los grupos de poder, no está siendo capaz de resolver la crisis de representación de la sociedad civil y política. 

El hecho de carecer este movimiento —en particular, la Mesa de Unidad Social— de una propuesta de cambios específicos más allá de reivindicaciones puntuales y de no disponer de liderazgos nacionales suficientemente convocantes que trasciendan la organización de origen, constituye una dificultad de no menor importancia para el movimiento social en su intento de representar a la ciudadanía en su interlocución con el Estado. Agudamente, el escritor Cristián Warnken opinó hace algunos días que Chile necesitaba un Mandela.

De hecho, el grupo de dirigentes de la Mesa de Unidad Social que se reunió con el ministro Blumel para saber la respuesta a las peticiones formuladas al gobierno, aclaró de entrada que no tenían facultades para acercar posiciones o iniciar un proceso de negociación, pese a lo cual fueron igualmente criticados por dirigentes de otras agrupaciones pertenecientes a la Mesa que denunciaron su exclusión por el denominado Bloque Sindical. Varias de estas últimas optaron por abandonar la Mesa de Unidad Social, poniendo en entredicho su capacidad de representar a la ciudadanía movilizada. 

Tampoco puede omitirse que en varias ciudades del país, muchas organizaciones sociales y ciudadanas no se han sentido debidamente representadas por las Mesas de Unidad Social configuradas en cada localidad, sobre todo al percibir que la conducción de estas recae en militantes o exmilitantes de partidos políticos con agendas que trascienden la acción política ciudadana. ¿Acaso cabe alguna duda acerca de la militancia política de una Bárbara Figueroa o de un Mario Aguilar, en tanto dirigentes sociales? Esto ha derivado en la irrupción de asambleas y cabildos autoconvocados y en la formación de coordinadoras que dan lugar a la participación de grupos ciudadanos de corte más barrial y de más difícil representación en espacios e instancias políticas más globales. 

La construcción de una salida a la crisis

En consecuencia, la construcción de una salida a la crisis social y política que aqueja al país debe asumir el papel de los partidos políticos a pesar de los problemas de credibilidad y pérdida de legitimidad que estos arrastran como consecuencia de sus malas prácticas. Ello en razón de ser instrumentos de articulación y expresión de visiones ciudadanas y, por lo tanto, de validación de las reglas del juego de un régimen político que se construye conforme a los valores de la democracia representativa y del Estado de derecho. Ha de tenerse en cuenta que la canalización de intereses ciudadanos que buscan ser representados ante el Estado difícilmente es viable en un contexto de dispersión territorial de las agrupaciones sociales y ciudadanas, aún en aquellos casos que han logrado una coordinación significativa como fue el caso de Valparaíso en el 2016.  

Sin embargo, para que esta construcción de una salida social y política sea sustentable, los partidos deben aceptar que los actores sociales participen activamente en la discusión de los acuerdos políticos que sean puestos sobre la mesa de negociaciones, proporcionando la legitimidad del caso. Sin duda, la instancia que mejor hace posible esta confluencia será la Convención Constituyente que podrá institucionalizar el plebiscito del próximo 26 de abril.

El gran desafío que enfrentan los partidos de raigambre popular para su reposicionamiento en el actual escenario político radica en volver a insertarse en el mundo social, en el mundo de los trabajadores manuales e intelectuales, en las juntas vecinales, en los comités de vivienda, en las agrupaciones culturales, para lo cual requieren urgentemente ciudadanizar su discurso, priorizando ante todo las demandas surgidas del mundo popular en la construcción de un nuevo relato, esto es, de un programa de acción política. 

La propuesta no es nueva y de una u otra forma ha estado presente en el discurso de los principales referentes de la izquierda internacional, incluyendo al presidente Allende, quienes en no pocas ocasiones hablaron acerca de la necesidad imperiosa de aprender de las masas populares, de comprender mejor sus necesidades, de establecer los canales adecuados de participación e información, para los efectos de construir en conjunto con el mundo popular y ciudadano una plataforma programática que responda a sus necesidades y demandas esenciales. 

 

Foto: Huawei / Agencia Uno