¿En qué está la revolución chilena?

19 Febrero 2020

La democracia tiene que cambiar. No puede ser que sigamos dependiendo de unos pocos individuos para legislar, ni que el sistema siga privilegiando la lógica partidista en desmedro de la ciudadanía. La sociedad debe ser capaz de dirigir a la economía, y no ésta a la sociedad.

Alfonso Salinas >
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Por Alfonso Salinas

Hay en el aire una tensa calma. Conviven veraneantes buscando descanso con focos de protestas y acciones disruptivas, discusiones parlamentarias inmersas en fiebre reformista con una sensación de inmovilismo e insuficiencia, “Chile cambió” con “nada ha cambiado, todo sigue igual”. Se viene un año con mucha actividad política y movilizaciones. Nadie sabe muy bien qué pasará. Se dice que “marzo se viene con todo”, la economía está al aguaite, el mercado inmobiliario resentido y todos seguimos viviendo en una rutina con tinte extraño.

Contra ese fondo, están quienes quieren, casi con la desesperación de un ahogado, privilegiar la salida política e institucional vs quienes ven al sistema político como un reflejo del orden que se desea derrocar mediante movilizaciones continuas y desobediencia civil, incluida cierta dosis de violencia revolucionaria. 

Las visiones hoy en Chile no distan mucho de los agrios debates entre los teóricos del socialismo temprano: Marx que defiende la dictadura del proletariado vs Bakunin que ya atisbaba que sería reemplazar un yugo por otro; Rosa Luxemburgo que descree de la democracia burguesa vs los marxistas que defendían la vía parlamentaria; los socialistas que rechazaban a Lenin y su revolución bolchevique, y quienes lo apoyaban. La pelota cíclica de la historia se repite, en un nuevo capítulo de la teleserie humana. 

Al finalizar la 1ra Guerra Mundial, la oportunidad de la revolución parecía haber llegado a la vieja Europa. Bastaba un golpe certero, asestado con decisión por la vanguardia consciente, para derribar el orden imperante e instaurar por la fuerza uno nuevo, más justo y solidario, que acabara con los privilegios y la explotación por parte de las clases dominantes. Pero no todos estaban convencidos. Si bien la mayoría quería una vida más digna, muchos creían que ello debía lograrse mediante las conquistas democráticas y sin violencia. Nacía así la socialdemocracia y el posterior desarrollo de profundas reformas políticas y sociales que labraron la Europa de hoy. Al final, se detuvo el impulso revolucionario, salvando así al orden burgués capitalista, y el mundo se dividió en dos bloques que nos mantuvieron en ascuas de una 3ra Guerra Mundial durante casi todo el siglo XX. 

El filósofo yugoslavo P. Vranicky, en su monumental Historia del Marxismo, lo expone con claridad cuando revisa las distintas vertientes que tomó esta doctrina después de la muerte de Marx y Engels. Criticando a los reformistas y revisionistas, escribe: “Durante la Primera Guerra Mundial y tras el estallido de la revolución de octubre, cuando la cuestión de la revolución y de la dictadura del proletariado se convirtió, también para los demás países europeos, en el punto focal en torno al cual giraba toda la teoría y la praxis de la clase obrera, ... el fetichismo de la democracia había seducido de tal manera a los teóricos de la socialdemocracia que no sabían ya distinguir el grano de la paja. No lograron deducir conclusiones marxistas de sus análisis, de acuerdo con las cuales poder afirmar, como hizo Lenin, que toda democracia, en definitiva, es una dictadura y que la verdadera dictadura del proletariado es en última instancia más democrática que todas las democracias burguesas...”.

100 años después, la encrucijada chilena no es tan distinta, cuando, por ejemplo, Boric firma el acuerdo por una nueva constitución y, para las vanguardias iluminadas, traiciona el ímpetu revolucionario imperante. Más que un pecado formal por no preguntar a las bases, lo que los más radicalizados no le perdonan es que fuese funcional al sistema, al privilegiar la vía institucional que había sido ofrecida por el gobierno para calmar los ánimos y “salvar a la democracia”. La euforia revolucionaria se alimenta de mártires que le infundan mística, no de acuerdos que la apaciguan. La discusión respecto a la violencia, al rol de lo partidos y su relación con las bases, el Estado, la organización política y económica, hoy en nuestro país no difiere tanto de la de hace un siglo atrás.

En esta suerte de pausa, me declaro algo mudo y expectante. Reconozco sentir cierto hastío con esa voz que se soslaya reclamando contra el sistema, achacándole todos sus males, como si los individuos fuésemos meras víctimas inocentes de todo cuánto nos acontece, y nuestra única responsabilidad para dejar de serlo, fuese sabotear el funcionamiento del sistema, atacando todo lo que lo represente, plazas, transporte, comercio, esculturas, iglesias, etcétera, en una mezcla de venganza y resentimiento, con la ilusión, más bien vaga, de que una mejor operación y organización social es trivial y está al alcance de la mano, aunque en realidad todo sea más complejo y menos maniqueo. Siento también rabia e impotencia contra la indolencia de la clase dominante que, desde sus empresas y/o cargos de poder, siempre encuentra buenas razones para no ceder y aferrarse al status quo, aunque el mundo se venga abajo y su tan bien modulada sensatez se haga trizas contra la evidencia de las fallas e injusticias que acusa el sistema.

Mientras tanto, si en un inicio la protesta era contra las inequidades y malas condiciones de vida, ahora se suma la rabia contra la respuesta represiva del sistema, con las y los consecuentes muertos y heridos, algunos víctimas inocentes, otros posiblemente no tanto. Así la causa inicial se ha ido amplificando siguiendo el mismo recorrido en cadena de una bomba nuclear. Al final hay mucha rabia desatada, algo anárquica, mezclando razones político-ideológicas con locura, violencia, abusos y simple delincuencia. Así, los ánimos están muy crispados y el futuro se ve incierto. 

La democracia tiene que cambiar. No puede ser que sigamos dependiendo de unos pocos individuos para legislar, ni que el sistema siga privilegiando la lógica partidista en desmedro de la ciudadanía. La sociedad debe ser capaz de dirigir a la economía, y no ésta a la sociedad. Tenemos que aprovechar los adelantos para trabajar menos y descansar más. El Estado tiene que asumir de una vez y con decisión su irreemplazable rol director, pero sin transformarse en el supuesto productor eficiente y benévolo que nos entregará servicios gratis y de calidad, pero que al final termina asfixiándonos. Las personas tienen que ser educadas para ser libres, conscientes de su responsabilidad consigo mismas en primer lugar y, sobre esa base, con los demás. Probablemente los cambios necesarios deban ser guiados por quienes, adelantados a su tiempo, no son mayoría, pero no comulgo con la locura de imponer mi visión a la fuerza. Y aunque posiblemente sin violencia el orden imperante no ceda, no apoyo el frenesí de la destrucción. 

Como sea, la tensión es patente. La oleada de manifestaciones, aunque para muchos sea la causa exclusiva de la tensión que sentimos, es primeramente consecuencia de una tensión social anterior y basal en la sociedad chilena. En clave marxista, dicha tensión no es más que lucha de clases. Las similitudes notadas al principio del texto, parecieran corroborar lo anterior. 

En términos abstractos, la tensión puede ser vista como expresión de distancia entre dos estados. Esa distancia, tensiona. En ese sentido, no cabe duda que parte importante de la tensión que vivimos hoy en Chile, se explica usando la nomenclatura habitual de clases sociales, separadas por nivel económico. Sin embargo, me parece que dicha categorización, siendo válida, queda estrecha.  No todos los pobres están por derrocar el sistema y muchos, aunque quieren cambios, si les dieran a elegir preferirían que todo se calme y se realicen dentro del sistema. Del mismo modo, muchos de los protestantes más convencidos pertenecen a las clases acomodadas, o al menos a la burguesía. Si los jóvenes han liderado el movimiento, no todos son proletarios ni mucho menos. 

Más allá de los rasgos socioeconómicos, existe una manifiesta separación que mantiene a la sociedad chilena tensionada, en los símbolos y estilos de vida característicos de quienes ostentan el poder, por un lado, y los del resto o al menos una parte importante del resto, por otro. Si bien esto puede siempre haber sido así, hoy no se tolera como antes y existe una rebelión de quienes hasta ahora habían sido más bien pasivos y dóciles para aceptar las reglas de comportamiento dominantes. 

No solo hay pocas mujeres en cargos de poder: hay pocas lesbianas o gays, los hombres no usan aros, nadie usa cortes de pelo muy radicales ni tatuajes. En la secta del poder, todos lucen más o menos iguales, no se aceptan divergentes. 

Esa distancia entre ambos estilos de vida, expresados en sus respectivas creencias culturales y simbólicas, se ha ido acrecentando con la modernidad y se ha hecho más visible y antagónica. Las costumbres y valores de la minoría que detenta el poder lucen cada vez más fuera de época, decimonónicas e hipócritas para un número creciente que no se siente cómodo con la matriz valórica dominante. A diferencia de antaño, pocos pretenden instaurar la dictadura del proletariado, pero muchos defienden las causas medioambientales, feministas e indigenistas, no les interesa matarse trabajando 8 horas diarias en una empresa, creen en un poder más horizontal y amable, y no tienen el sueño de volverse millonarios. Si en los 70 la estética la daban las Brigadas Ramona Parra y los Quila, con sus llamados en favor del socialismo, en los 80 aparecían Los Prisioneros y la pelea por la democracia, hoy los profusos rayados que tapizan las calles de Chile muestran una estética juguetona e irreverente, con múltiples mensajes contraculturales, con muy pocos símbolos partidistas y más anárquica. 

A su vez, a quienes hoy dirigen los hilos de la sociedad, no solo aplica la frase de esa famosa canción que dice “porque no nací pobre y siempre tuve un miedo inconcebible a la pobreza”, sino que enfrentados a los signos de una contracultura que no entienden, sienten una mezcla entre miedo y desprecio por esos seres tatuados, llenos de piercings, homesexuales, y que no se limitan a tomar pisco o wiskey como ellos, sino que además fuman marihuana, aunque en algunos casos, ese lenguaje y rasgos puedan representar a sus propios hijos. Para ellos, solo simbolizan resentimiento y fracaso, cabros malcriados y malagradecidos. Ese antagonismo supera a la separación meramente socioeconómica de clases. Es una lucha de culturas, con un alto tinte de clases, pero va más allá. 

Esa forma antagónica de valores y visiones de mundo, ha empezado a manifestarse abierta y violentamente. Los acontecimientos a partir de octubre 2019, resquebrajaron el dique de la antigua normalidad, y por esa herida purulenta mana la violencia, la rabia, el miedo, los odios, la esperanza y la desesperanza. Solo aliviando la tensión, el país empezará a sanar. Para ello, es urgente que se abran las puertas del poder o el dique se reventará o será reventado. Esos seres extraños y el establishment se miran mutuamente con recelo y desconfianza, pero los primeros ya saben que abrieron una grieta y la seguirán golpeando con fuerza para hacer colapsar un sistema cerrado y excluyente. El uniforme del poder no acepta variantes, pero es imperativo que pronto emerja una nueva normalidad que se acomode mejor a la realidad contemporánea que naturalmente representan los más jóvenes. O sino, será por la razón o la fuerza...

 

Foto: Huawei / Agencia Uno