Terremotos en Valparaíso: 1906, el terremoto que sepultó a la ciudad

Terremotos en Valparaíso: 1906, el terremoto que sepultó a la ciudad

07 Mayo 2021
Aquella tarde de domingo en Valparaíso, luego de concluido el primer terremoto, la ciudad quedó en absoluta penumbra. Las lámparas a gas y eléctricas se apagaron y el cielo quedó cubierto por una espesa niebla. De pronto, en diferentes puntos de la ciudad comenzaron a arder numerosas casas.
Rodolfo Follega... >
authenticated user Corresponsal Corresponsal Ciudadano

El 16 de agosto fue domingo y había una persistente llovizna. A las 7:55 de la tarde se oyó “un ruido subterráneo que parecía el de un tren lejano”, dice el dramático relato de Egidio Poblete, más conocido en la prensa local de la época como Ronquillo. “No expiraba el ruido cuando comenzó el movimiento de la tierra…por espacio de cuarentaicinco segundos, declinó unos quince segundos y volvió a aumentar nuevamente hasta llegar a una violencia inaudita que se mantuvo unos noventa segundos… Amenguó un tanto por espacio de otros treinta segundos y en seguida volvió a exacerbarse la furia de la convulsión, pero con menos intensidad que antes por otros sesenta segundos… Siete minutos transcurrieron y comenzó un segundo terremoto. El sacudimiento comenzó leve, pero rápidamente adquirió una violencia mayor aún que la del más fuerte período del precedente… Un minuto duró este violentísimo sacudimiento; después amenguó por algunos segundos y volvió a recrudecer por espacio de otro minuto”.

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Aquella tarde de domingo en Valparaíso, luego de concluido el primer terremoto, la ciudad quedó en absoluta penumbra. Las lámparas a gas y eléctricas se apagaron y el cielo quedó cubierto por una espesa niebla. De pronto, en diferentes puntos de la ciudad comenzaron a arder numerosas casas. Las llamas rompían la oscuridad “y fue posible reconocer los rostros y hacer el triste y anhelado recuento en cada familia; faltaban muchos, ¿dónde estaban?”, se preguntaba “Ronquillo”.

Ya era de noche, la mayoría de la población del Almendral se encontraba en la calle, la mayoría de las casas, palacios y conventillos, convertidos en escombros o en estado ruinoso, imposible de habitar. La escena era similar o peor hacia la Avenida Brasil y las calles del puerto más próximas a la costa, que conformaban los terrenos de rellenos ganados al mar. En los cerros y los lugares con base de granito las casas resistieron de mejor manera, sin embargo pocas se salvaron de los deslizamientos de tierra y derrumbes.

Había que improvisar un techo, carpas y planchas de zinc recogidas de entre los escombros se levantaron en los lugares más abiertos, especialmente plazas y en las avenidas más anchas. Había que improvisar un piso, la llovizna que había caído ese día había dejado las calles convertidas en un lodazal. Había que procurarse calor, en esto los incendios “que era el complemento del terremoto fue para muchos un elemento amigo… Los incendios dieron luz a la población acongojada, los calentaron y amenguaron la intemperie de aquella noche”, relata Ronquillo. También sirvieron de refugio los claustros y conventos, dependiendo del estado en que se encontraban, y muchos heridos fueron llevados a las naves de guerra y mercantes o a improvisadas salas de emergencia en los carros de los tranvías.

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En números este terremoto se puede resumir en la trágica cifra de 3882 muertos y más de 20.000 heridos. Más de tres mil muertos que no había donde enterrar, pues los cementerios también presentaban severos daños. Incluso, dado que en Valparaíso existe la paradoja de que los muertos no yacen bajo tierra, sino arriba, en los cerros, la tragedia se dramatizó aún más, producto de la considerable cantidad de tumbas que cayeron hacia la parte baja de la ciudad. Muchos muertos de antes encontraron descanso en medio de las habitaciones ruinosas. En fin, había que enterrar a los muertos del terremoto y no había donde. Brigadas de voluntarios formadas por sacerdotes y trabajadores de la salud procuraron depositar en fosas comunes y bajo capas de cal los cuerpos inertes, evitando así mayores focos de infección. Veinte mil heridos que no había donde atender, pues la mayoría de los hospitales se encontraban inservibles. Tampoco había medicamentos suficientes, ya que la mayoría de las boticas, que se ubicaban en el área del plan de la ciudad, también se encontraban en ruinas. Además, todo se agravaba por cuanto Valparaíso había quedado aislado e incomunicado. Caminos cortados y cortadas las comunicaciones telefónicas y el telégrafo con la capital y ciudades vecinas.

La cantidad de viviendas y edificios destruidos, en el caso del barrio del Almendral se acerca a la totalidad. Recordemos que a la acción destructora del terremoto se sumaron los incendios, que llegaron a contabilizarse en 39 focos. Desde la plaza Aníbal Pinto hasta las Delicias, actual avenida Argentina, se consumieron 41 manzanas.

Ahora, si el lector puede constatar que las lecciones del pasado no habían sido aprendidas, persistiendo en construir y expandir la ciudad en sitios que no eran recomendables, debemos ser justos en advertir que la capacidad de reacción de la población, con sus autoridades a la cabeza, es digna de admiración. Por cierto que después de la tragedia la solidaridad entre los vecinos debe haber sido el primer eslabón en la cadena de acciones que tendieron a remediar la catástrofe. Ricos y pobres viviendo, literalmente, en la calle, acogiendo unos a otros, consolándose mutuamente, lamentando pérdidas de seres queridos, sobreviviendo.

En la memoria individual de los testigos deben haber quedado registradas cientos, miles de historias heroicas, solidarias, de abnegación y sufrimiento, que lamentablemente van quedando en el olvido. Por otro lado, en la historia oficial abundan las historias de pro hombres, dignos representantes de la raza chilena, distinguidos vecinos, empresarios, comerciantes, autoridades civiles y militares, que antepusieron sus intereses personales al bien común, brindando lo mejor de sí para imponer el orden y la seguridad pública necesaria para levantar, una vez más, a Valparaíso desde sus ruinas.

De hecho, uno de los registros más consultados por historiadores e investigadores, La Catástrofe del 16 de Agosto de 1906 en la República de Chile, de Rodríguez y Gajardo, dice en su dedicatoria: “Queremos que las páginas de este libro recuerden perpetuamente a las autoridades de Valparaíso en la triste noche del 16 de agosto y en los días subsiguientes, la humanitaria labor que les cupo desempeñar para defender la vida y la propiedad de los desgraciados habitantes de la ciudad en aquella fecha memorable”. Esto es un pequeño ejemplo de cómo se ha escrito la historia en Chile, destacando la nobleza y valentía de los miembros de la élite y la clase dirigente y dejando en las sombras del anonimato las acciones de los miembros de los sectores populares. Es más, en un capítulo del libro mencionado, titulado La Obra de Salvación, los autores destacan la loable labor de las autoridades, de distinguidas personas y el pueblo, así en ese orden jerárquico de prioridades.

Pero bueno, así se ha escrito la historia y por tal razón sabemos que en la tarea de recuperar a Valparaíso después de la tragedia le cupo una gran responsabilidad al Intendente de la ciudad, Enrique Larraín Alcalde, al doctor José Grossi, quien se puso al frente de la organización de los servicios sanitarios, y al comandante de la marina Luis Gómez Carreño, nombrado jefe de plaza, es decir, autoridad plenipotenciaria de la ciudad en el estado de catástrofe.

De ellos, Gómez Carreño es, tal vez, uno de los más destacados y recordados. El capitán de navío llegó al día siguiente de la catástrofe, tras una dificultosa marcha desde Viña del Mar hasta Valparaíso. De inmediato se puso a las órdenes de las autoridades y asumió como jefe de la plaza. Instaló su cuartel general en la plaza Victoria y desde allí organizó servicios de alimentación, atención sanitaria, extracción de escombros y de cadáveres y la demolición de edificios que habían quedado en estado ruinoso. Para ello contó con el arduo trabajo del personal de armada y las fuerzas militares de la zona, además de numerosos grupos de vecinos voluntarios.

Pero, quizás, por lo que más ha sido recordado el comandante es por el resguardo del orden público y la seguridad de los habitantes. Uno de los principales inconvenientes que se sufren después de este tipo de tragedias es el pillaje, el robo y el aprovechamiento inescrupuloso de algunos desalmados. Por lo tanto, la acción policial debía ser rigurosa y oportuna. Para esto se contaba no sólo con los cuerpos policiales y de vigilancia estables de la ciudad, también se recurrió a brigadas de bomberos y civiles a quienes se les entregaron armas para fortalecer la seguridad y el orden en medio de tanto caos y confusión.

A las personas que fueron sorprendidas robando se les fusiló en acto, a vista y paciencia de la muchedumbre. Fue un acto doloroso y triste, se lee en muchos testimonios de prensa, pero indispensable para “reprimir los desmanes de esa chusma inconsciente, siempre dispuesta al bandolerismo y al pillaje”, sentencian Rodríguez y Guajardo. Otra acción repudiada por las autoridades fue el destrozo de las cañerías de agua potable, ocasionado por “individuos que no se toman la molestia de llegar hasta los grifos, que son los que surten a la población”. Para evitar tales daños se decretó que toda persona que fuera sorprendida destruyendo las cañerías de agua potable sería fusilada inmediatamente.

A pesar de estas medidas extremas y, en el contexto de las circunstancias, necesarias, Gómez Carreño fue objeto de las más altas y cariñosas consideraciones por parte de la población que, según nuestros informantes, lo veían “como uno de los más ejemplares y prácticos servidores de la ciudad”. Reconocimiento que en las páginas de El Mercurio de Valparaíso se hacía extensivo a la mayoría de las autoridades, civiles y militares: “Podemos presentar esa conducta de las autoridades de Valparaíso ante el mundo civilizado, como una muestra del vigor de nuestra raza, del alto grado de cultura que alcanzamos y de la sólida organización social y política en que vivimos”.

Pude llamar la atención del lector las referencias a enaltecer la raza chilena, un concepto que en la actualidad es, para muchos, anacrónico y lleno de prejuicios. Sin embargo, la sociedad chilena de principios del siglo XX, especialmente la alta sociedad, había establecido un conjunto de valores y actitudes, a su imagen y semejanza, que se encargaba de propagar a los sectores populares, con el objeto de moralizar y educar a la gran masa. También, la definición de raza chilena, que conjugaba idealmente los valores épicos de la raza mapuche y la férrea moral de los ancestros españoles, buscaba diferenciar a la sociedad chilena de sus vecinos sudamericanos, destacándola como una excepción por los niveles de civilización y cultura que conformaban el alma y el espíritu del chileno. Así lo reconocen los autores antes mencionados, Rodríguez y Guajardo, cuando declaran: “Deseamos, como chilenos, que todas las naciones conozcan la magnitud de nuestra desgracia, para que de esta manera puedan apreciar cuánto pueden el esfuerzo y la energía de nuestra raza”. Ya era conocido en el exterior, dicen los autores, la calidad de guerreros y de buen soldado del chileno, “es necesario que se conozca asimismo el alma del chileno ante el infortunio”.

Pero volvamos a los hechos de agosto de 1906 y no dejemos pasar una situación particular que ha quedado en el registro de lo anecdótico. Se trata del informe de Arturo Middleton, capitán de corbeta y jefe de la oficina de meteorología de la Armada de Chile.

Diez días antes de los sucesos trágicos que hemos descrito, el capitán Middleton escribió una carta al Mercurio de Valparaíso en la que predice el terremoto. Middleton, seguía la teoría de un tal David Cooper, que se basaba en múltiples observaciones sobre la órbita de la luna y los planetas y cómo una determinada posición de éstos podía afectar las condiciones atmosféricas que, según Cooper, en el caso del continente americano, se traducían en fenómenos sísmicos.

Créalo o no nos encontramos frente a una exacta predicción, señalando el día y el lugar, y las razones que provocarían los fenómenos atmosféricos y sísmicos. ¿Ciencia, coincidencia o casualidad? Cada uno puede aventurar su propia respuesta. Lo cierto que hasta ahora las ciencias de la tierra siguen sin poder anticipar los eventos sísmicos. ¿Habrá sido Middleton un aventajado para su tiempo o sólo un crédulo seguidor de las teorías de Cooper? Y si la carta fue publicada en el Mercurio, ¿por qué nadie advirtió el peligro? La verdad es que por esos años abundaban las predicciones de terremotos, basadas en supuestas teorías que no tenían validación científica, por lo que una más no tenía otro destino que no fuera la burla o el descrédito. Sin embargo el terremoto ocurrió, el mismo día que lo anticipó Middleton, y eso ya fue suficiente para que la predicción pasara a ser parte del mito y la leyenda.

Lo que no fue ni mito ni leyenda es lo que vivieron los porteños esa noche y los días siguientes. Y aunque ya es historia, sabemos que es una historia que puede volver a repetirse. Pues estamos irremediablemente ligados a esta tierra que nos da y nos quita. Esta tierra, la tierra de Valparaíso, que se sacudió dos veces, que tumbó lo que allí estaba construido y quemó lo que no se tumbó. Esta tierra, nos comenta “Ronquillo”, “se volvía inhospitalaria…, parecía querer arrojar de sí su carga de seres humanos y de obras humanas…”, mientras el fuego “devoraba todo lo que quedaba en pie, todos los despojos de los hogares…”. Después de tanta tragedia y confusión solo dos cosas podían esperar las perturbadas mentes de los habitantes de Valparaíso, “que la tierra se abriera y que el mar hiciera una irrupción sobre la ciudad”, lo que finalmente no ocurrió.

Nos hemos extendido tal vez más de la cuenta en detallar cada uno de estos azotes de la naturaleza; es que para los habitantes de Valparaíso se trata de un sentimiento vital. Pablo Neruda ya lo ha confesado: “Aquí cada ciudadano lleva en sí un recuerdo de terremoto. Es un pétalo de espanto que vive adherido al corazón de la ciudad…”.

Dejamos nuestro registro hasta aquí, 1906, terremoto del cual ya no quedan testigos vivos. Aunque en la memoria colectiva el recuerdo no se desvanece. Y aunque el siglo XX siguiera aportando nuevos terremotos, como el de 1965 o el de 1985, el de aquel domingo 16 de agosto de 1906, reiteramos, será por mucho tiempo el hito que marcará el antes y el después.

FOTO: Desolación. 

Fuente: Vistas del terremoto del 16 de agosto de 1906