El trabajo y la recompensa: Llegó la hora de modificar las bases del sistema económico

26 Mayo 2020

Llegó la hora de modificar las bases del sistema económico para privilegiar ciertas actividades productivas sobre otras, y reconocer como derechos garantizados ciertos mínimos consistentes con un vivir digno.

Alfonso Salinas >
authenticated user Corresponsal

El significado del trabajo como una actividad sujeta a una remuneración no agota su noción más amplia. Por ejemplo, uno puede trabajar en la casa sin recibir ninguna recompensa monetaria o en uno mismo, esforzándose por cambiar un hábito. El trabajo como esfuerzo consciente aplicado a perfeccionar un arte, a conocer, o a crear, es una parte fundamental del ser humano. La acepción más acotada de un esfuerzo, normalmente colaborativo, para producir cosas, por el cual se recibe una remuneración es solo una parte. Y dicha parte, aunque hoy se vea como obligatoria para poder subsistir, no es imprescindible ni debiera ser la principal razón del ordenamiento económico. Ello pues la producción debiese ser una respuesta para saciar nuestras necesidades, y no un fin en sí mismo. 
Durante los siglos pasados, dada la capacidad tecnológica mucho más reducida que la actual, el trabajo humano era visto como la base de la riqueza. Desde Adam Smith y su “riqueza de las naciones” a Marx, el trabajo era concebido como la base del valor económico. Para el primero, la riqueza de las naciones era consecuencia de la división del trabajo y el comercio, para el segundo, la usurpación provenía del robo, por parte del patrón dueño del capital, de parte del trabajo del obrero. El trabajo aparece en ambos casos como la piedra angular. 
Así en la revolución de 1848 que sepultó en Francia el régimen imperial de Napoleón III, la consigna principal era “el derecho al trabajo”. Hoy, el principal temor de economistas y las personas es a quedarse sin trabajo. Hace unos meses, antes de estallido social y pandemia, la llamada “cuarta revolución” nos amenazaba con dejarnos sin trabajo, al ser reemplazados por máquinas e inteligencia artificial. 
Pero cuando reclamamos derechos sociales, hoy no es tan solo el trabajo lo que demandamos. Hablamos de una vida digna y la asociamos a accesos a educación de calidad, buena atención de salud, hogar y barrios con espacios y conexiones adecuadas, entre otros. Una posibilidad de lograr todo lo anterior es teniendo asegurado un trabajo y una renta suficiente. Pero no es la única. 
Hay muchas personas que, estando dispuestas a trabajar, no encuentran en la sociedad quienes tengan la posibilidad y estén dispuestos a pagar por sus servicios. Otras, por diversas razones, no tienen mucho que ofrecer. Así, hay muchas personas a quienes el sistema no necesita. Ellas, sin embargo, necesitan del sistema, pues siendo excluidas de la dinámica del empleo remunerado, enfrentan serias dificultades para sobrevivir. 
A su vez, entre quienes logran encajar sus habilidades en la lógica mercantil, muchos que se ven obligados a realizar labores tediosas y hasta pueriles, en general mal remuneradas, destinando largas horas en cadenas productivas fatuas. No tienen más opción para optar a lo mínimo necesario para vivir con cierta dignidad. 
Pero la paradoja dolorosa es que hoy, a diferencia de lo que sucedía en siglos pasados, ya no es necesario un esfuerzo tan colosal para producir lo suficiente que asegure una vida digna para toda la población. Las proyecciones maltusianas hace rato que dejaron de ser una amenaza. Sin embargo no lo hemos entendido o sabido asumir.
Si somos lo suficientemente perspicacidades, esa debiera ser la gran lección de esta pandemia. Por primera vez en la historia, aunque queramos, estamos obligados a dejar de lado un gran número de actividades productivas. Y las que mantenemos, estamos también obligados a hacerlas de un modo diferente, en general más eficiente (por ejemplo, menos viajes y concentrándonos en lo imprescindible). Como consecuencia, el desafío económico que enfrentamos hoy, por definición, implica buscar cómo asegurar un nivel de vida satisfactorio para todos, independiente de su trabajo. 
Llegó la hora de modificar las bases del sistema económico para privilegiar ciertas actividades productivas sobre otras, y reconocer como derechos garantizados ciertos mínimos consistentes con un vivir digno. No se trata de defender la quimera de que todos holgazaneemos esperando caiga el Maná del cielo. Pero es totalmente viable compatibilizar un estándar mínimo asegurado universal, con una sistema productivo altamente tecnologizado que haga justicia a los talentos y esfuerzos productivos de los individuos.