Estallido social y ciudanización de la política

20 Febrero 2020

Cuando la ciudadanía se reúne en cabildos preparándose para una convención constituyente, está no solo haciendo política, sino también democratizándola, haciéndose partícipe de la construcción colectiva de un proyecto de país y de sociedad.

Patricio Rozas >
authenticated user Corresponsal Corresponsal Ciudadano

La intensa crisis social que explotó el 18 de octubre pasado ha develado la profundidad de las contradicciones del modelo económico, social y político que ha imperado en el país desde la instauración de la dictadura cívico-militar en septiembre de 1973. 

Estas contradicciones no fueron suficientemente aplacadas por las reformas “en la medida de lo posible” dispuestas por los gobiernos de la Concertación y de la Nueva Mayoría a partir de 1990, no obstante el importante crecimiento económico que registró el país —este quintuplicó el PIB per cápita entre 1990 y 2016— y de la notable disminución de la pobreza (bajó de 40% a 10%), así como de la mejora sustantiva de los niveles de calidad de vida de los chilenos en general. 

Trasfondo del estallido social del 18-O

En lo esencial, las auspiciosas cifras macroeconómicas e indicadores de desarrollo han ocultado una dramática realidad cotidiana de la inmensa mayoría de los chilenos, que incluye salarios y pensiones bajas, empleos precarios, alto endeudamiento y acceso restringido a bienes públicos esenciales. 

El estallido social dejó al descubierto que una buena parte de la ciudadanía no solo percibe que los frutos de este crecimiento se ha distribuido desigualmente a favor del segmento más rico de la población, sino también, que su condición de vida está permanentemente amenazada por la orientación de las políticas relacionadas con la provisión de bienes públicos, segmentada según los ingresos disponibles y el origen social. 

De esta manera se percibe, por ejemplo, que existe una salud de primer nivel para quienes pueden acceder a clínicas privadas, un segmento relativamente pequeño de la población, y una salud pública colapsada y sin recursos para el resto de los chilenos. Algo parecido ocurre en el acceso a la educación, en la cual los avances en su democratización dispuestos en la administración de Michelle Bachelet están siendo retrotraídos a su condición inicial por el gobierno de Sebastián Piñera, afectando aspectos claves tales como los recursos asignados a la educación pública o la gratuidad de la educación superior para los jóvenes de familias de los quintiles más pobres, muchos de los cuales ya han perdido el beneficio otorgado.

La percepción de la distribución desigual de los frutos del crecimiento, asociado a un PIB per cápita del orden de 25 mil dólares anuales  (el mayor de América Latina y en el mismo nivel que varios países europeos) abarca la mayoría de las actividades relacionadas con la provisión de bienes públicos y no se limita solo a la educación o a la salud, expresándose también como diferencias territoriales en la asignación de los recursos públicos en materia de infraestructura o de servicios de transporte, o en la regulación de sus externalidades. 

De esta manera se ha dado lugar al desarrollo de comunas con infraestructura pública en niveles propios de país desarrollado —principalmente en el sector oriente de Santiago— en tanto las mejoras en las comunas pobres y en las demás regiones del país son de bastante menor significación, algunas de las cuales han derivado en zonas de sacrificio caracterizadas por impactantes conflictos ambientales. 

Es innegable que los gobiernos de centroizquierda han tenido una cuota importante de responsabilidad en esta distribución desigual de los frutos del crecimiento en materia de infraestructura pública y de servicios de transporte, en  tanto adoptaron medidas conforme a la rentabilidad económica de los proyectos en vez de hacerlo sobre la base de criterios de Estado o de rentabilidad social propiamente tal.

La percepción de la distribución desigual de los frutos del crecimiento también subyace en la evaluación de las perspectivas de vida al término de la vida laboral, siendo ésta una preocupación de creciente importancia en un país que ha extendido los límites del horizonte de vida (efecto directo del crecimiento económico y de la mejor calidad de vida de los últimos 30 años), lo que ha devenido en un envejecimiento progresivo de la población. La inexistencia de un régimen previsional efectivo que se haga cargo y el otorgamiento de magras pensiones pagadas por las AFP a un número creciente de jubilados, incluyendo a quienes percibieron ingresos medios-altos durante su vida laboral, catapultaron el tema previsional como la principal preocupación ciudadana, incluyendo a sectores medios acomodados que han visto caer significativamente sus ingresos y calidad de vida. 

Esto ha implicado que la transversalidad de la explosión social se extendiera también a estos sectores, constatándose manifestaciones de disconformidad en comunas y barrios de altos ingresos, en tanto las personas contrastan su situación previsional con las utilidades obtenidas por las administradoras y con las pensiones pagadas a quienes tienen un régimen previsional especial (parlamentarios y personal de las FF.AA. y Carabineros). Esta transversalidad explica la caída de la aprobación de la gestión presidencial a niveles nunca vistos y la descapitalización política del gobierno.  

Desigualdad en la administración de justicia

La percepción de la desigualdad ha sido especialmente delicada en la administración de justicia, lo que ha tenido una incidencia gravitante en el deterioro de la legitimidad de las instituciones que forman parte del aparato del Estado y de la normatividad que regula los comportamientos individuales y colectivos. Sin lugar a dudas, la impunidad asociada a los actos delictivos cometidos, especialmente en la última década, por personeros destacados del mundo político, empresarial y militar, vis-à-vis las fuertes sanciones impuestas a quienes han cometido delitos menores, incluso faltas, determina que la ciudadanía perciba que hay una justicia para los grupos de poder y de mayor ingreso, y otra justicia para el ciudadano común y corriente, de lo que deriva una creciente falta de credibilidad en las instituciones y de sus mandos, restándole legitimidad a sus decisiones. 

De hecho, sanciones tales como las clases de ética impuestas a los dueños del grupo Penta, financistas de la UDI y responsables directos de varios delitos que corrompieron la institucionalidad democrática del país, mientras moría en un incendio de un penal de Santiago un joven condenado por la venta en la vía pública de CD copiados, no hacen sino incentivar el descrédito de las instituciones e inducir, en este caso en particular, el desprestigio de la clase política en tanto los actos de corrupción salpicaron, en mayor o menor medida, a todos los partidos políticos tradicionales, sin exclusión.

Sociedad civil versus clase política

La instalación del concepto de desigualdad en la consciencia colectiva de la sociedad chilena —especialmente en las clases subalternas— ha estado vinculada de manera importante al creciente divorcio entre las organizaciones de sociedad civil y la sociedad política, debido a la creciente incapacidad de los partidos y dirigentes políticos de representar adecuadamente los intereses y demandas de las mayorías ciudadanas. Esto ha redundado en partidos alejados de la realidad, sin discusión interna, apegados a los intereses particulares de sus dirigentes y, sobre todo, carentes de un proyecto de transformación de la realidad económica y social del país que se haga cargo de los abusos derivados del modelo neoliberal. 

En lo medular se tiende a identificar a los dirigentes políticos y parlamentarios como parte de una clase completamente diferenciada del resto de la sociedad y, más específicamente, como partícipe de la estructura de poder en conjunto con las clases dominantes. Designados genéricamente como clase política, independientemente de las orientaciones ideológicas de sus miembros, se les identifica con la alta burocracia del Estado enquistada en la estructura del poder, con intereses propios y conductas orientadas a proteger y perpetuar una condición de privilegio, todo lo cual se refleja en remuneraciones altísimas y fijadas por sí mismos, impunidad en el cometido de delitos diversos, normalización del nepotismo y abusos de distinto orden. 

Ello explica que existe una muy baja valoración social de los partidos políticos, escasa credibilidad y un rechazo manifiesto a la participación de los partidos en las manifestaciones ciudadanas. 

Todo esto no significa que la política no sea el camino para avanzar. El gran desafío que los partidos tienen por delante radica en recuperar la credibilidad y la confianza de los diversos sectores ciudadanos, asumiendo que cuando la ciudadanía se reúne en cabildos preparándose para una convención constituyente, está no solo haciendo política, sino también democratizándola, haciéndose partícipe de la construcción colectiva de un proyecto de país y de sociedad, pero sobre todo, dotándola de elementos de realidad que son imprescindibles para la construcción de una propuesta que sea capaz de superar este divorcio entre la sociedad política y la sociedad civil.

Foto: Huawei / Agencia Uno