[OPINION: Mil Tambores= un solo carnaval

28 Septiembre 2017

Muchos quienes están en contra de Mil tambores son aquellos que no ven el carnaval diurno pero sí padecen el caos nocturno. Se trata de una reacción entendible pero estéril, porque trata de excluir lo que no puede ser excluido. 

Gonzalo Ilabaca... >
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Por Gonzalo Ilabaca

En las memorias de  Carl Gustav Jung no aparecen anécdotas de su vida, ni tampoco  antecedentes de su relación con figuras públicas, famosas y fascinantes, con quienes tuvo relación. “El mundo de afuera” no era lo que más le llamaba la atención.  Así como otros buscaban oro, petróleo o fama, Jung viajó por el mundo buscando sueños en las tribus de todos los continentes ¿Por qué? Porque buscaba  “el mundo interior”, los mitos, las cosmogonías, los arquetipos, el inconsciente colectivo, la otra parte del ser humano, su mundo oculto y pagano,  lejos incluso de la religión y la moral. ¿Para qué? Veía ahí una gran riqueza -atemporal- del ser humano que nos pertenece a todos y con esa riqueza sanaba a sus pacientes.

Jung se dio cuenta que en los sueños de todas esas tribus y también en  los sueños de sus propios pacientes, habían símbolos que  se repetían sin importar época, raza, ni geografía: el héroe, la bruja, los gigantes, el carnaval, la serpiente, la princesa, etc. A eso le llamó el arquetipo y los puso en un sitial alto de la cultura y de las necesidades humanas. Años después la ciencia contemporánea -como la cuántica- también descubrió que el mundo que investigaban  para el futuro no podía ser leído bajo los cánones actuales  sino que también debían entrar en el mundo interior de los ritos de las tribus ancestrales, hoy existentes.

En todas partes del mundo e incluso en los países más civilizados o conservadores como Suiza, estos arquetipos se siguen manifestando en distintas formas y los dejan ser, orientándolos -como en el caso de los carnavales- en una fiesta colectiva importante porque son en sí mismo un regalo atávico que renuevan las energías del mundo moderno. Y no se pueden negar ni prohibir. Sólo podemos asociarnos a ellos, así como la religión católica se asoció a los lugares sagrados de los indígenas americanos levantando sobre ellos sus templos, así también  estos mismos  ritos católicos fueron paganizados  nuevamente con máscaras, bailes  y música, tal ocurre en el Carnaval de la Tirana o en la propia Fiesta de San Pedro, en Valparaíso.

Aquí y allá el tambor y los carnavales con sus trajes, música y danza aparecen para guardar el espíritu pagano de nuestro mundo interior y así  soltar las amarras  humanas del mundo sedentario y abstracto  de nuestros días, liberándonos  por unos instantes de la realidad, instantes que para el mundo interior de la memoria  pueden ser eternos.  El tambor es el símbolo del corazón, la danza es el ritmo de la sangre y los vestuarios y máscaras representan la manera más rápida de olvidarnos de la realidad para transportarnos a otros mundos interiores. Todo eso representa también un viaje al pasado y al futuro al mismo tiempo. Del  legendario tambor  kultrún mapuche al tambor de las bandas militares o rockeras de hoy no hay ninguna diferencia. De las máscaras y pinturas corporales de los Onas y Kawéskar a las mascara de Venecia y los trajes del carnaval de Brasil tampoco hay ninguna diferencia. Son ancestrales, vienen de lejos y seguirán apareciendo, nunca sabremos dónde ni cuándo. Son en sí mismo un regalo atávico que renuevan las energías del mundo moderno. Y no se pueden negar ni prohibir.

El Carnaval de los Mil Tambores, como los carnavales nortinos de Chile, representa la reaparición de esos arquetipos en nuestra geografía.  Lo que aquí partió hace 18 años -según sus fundadores- como “una fiesta  para tomarse el espacio público prohibido en la dictadura” es en realidad el poder  propio del arquetipo: nadie los inventa, solo surgen desde el inconsciente colectivo aquí o allá, “acomodándose” en el mundo  contemporáneo.  Es un error personalizar los Mil Tambores en quienes lo convocan o apropiarse del mismo. En realidad no le pertenece a nadie, sino a todos. Y es la ciudad toda, con sus instituciones y la comunidad, las que deben asociarse a este carnaval salido de la comunidad, apoyándolo, haciéndolo propio sin institucionalizarlo, dejándolo en la comunidad, pero sí encauzando estas fuerzas paganas a los estándares contemporáneos de civilidad. La basura, el copeteo, las orinas y fecas, el desorden e inseguridad es la parte incivilizada, el lado oscuro -la noche- de todo carnaval. Ahí carabineros, la gobernación y el municipio deben hacer su trabajo en sinergia como también lo hacen en el Año Nuevo, Fiestas Patrias y Religiosas, todas ellas también arquetipos.

Hay que resaltar también que en el carnaval “diurno” de los Mil Tambores, esta “tarea” de hacerlo propio ya la comenzaron  las comunidades hace tiempo -adelantándose a las autoridades- pues cada  año distintas agrupaciones (locales o no) se van sumando, apropiándoselo, dándole el sentido  colectivo, gratuito, de arte popular y alegría que toda fiesta debe tener, asociado también al lado pragmático y necesario, como es el de alojamiento,  venta  y compra de alimentos, que  produce ingresos en el comercio local, completándose así el arco virtuoso de toda fiesta colectiva: diversión y trabajo, la mejor manera de sanarse  para una comunidad.

El arquetipo del carnaval renació acá, en Valparaíso, y no nos conviene más que asociarnos, civilizarlo  hasta donde más se pueda (porque siempre quedará un lado oscuro y valioso por lo demás, que es parte de su esencia)  y disfrutarlo como una fiesta que cada vez será más de todos. Va a tomar su tiempo, porque su origen no partió en los ancianos de la tribu, ni en el centro del sistema, sino en los jóvenes, pero tiene el aval del  sonido del tambor que es el sonido del corazón de todos los humanos de todos los tiempos.

Muchos quienes están en contra de Mil tambores son aquellos que no ven el carnaval diurno pero sí padecen el caos nocturno. Se trata de una reacción entendible pero estéril, porque trata de excluir lo que no puede ser excluido. Para todos ellos, que no están conformes, hay que trabajar y hacer que esta fiesta sea de todos o al menos, que no sea desagradable para muchos.

El Ministerio de Cultura, la Municipalidad de Valparaíso, Turismo y Gobierno Regional, las fuerzas de orden y la comunidad toda, deben ser parte de este carnaval. Hay que buscar una estrategia entre todos para la noche del carnaval, porque no hay carnavales sin noche. La noche  es sin duda  el talón de Aquiles de esta fiesta. Hay que buscarle un escenario acorde a lo que significa y a quienes convoca, para que ellos tengan dónde ir y no se dispersen.  En Valparaíso  ya existe ese lugar histórico cargado del elemento de fiesta y distensión: el Campo de Marte, hoy Parque Alejo Barrios. Lugar que desde sus inicios fue destinado a la recreación y donde siempre afloró el arquetipo: las paradas militares, las carreras de caballo a la chilena, los volantines, las ramadas y el fútbol. ¿Por qué no trasladar la noche de los Mil tambores a un lugar seguro que sabemos que funciona? Hay baños, hay espacio para acogerlos a todos, es más fácil de mantener el orden y se cuenta con la experiencia de las fondas.

Pueden haber también otros lugares, pero lo que no podemos  es seguir improvisando  una actividad que atrae a tantas personas, que  inútilmente divide a los porteños y daña a la ciudad y a la cual no se le saca todo el potencial que tiene de fiesta, en lo económico, en lo turístico ni en la simbología con el mundo interior del ser humano. Lógicamente esto no sucederá este año pero sí podemos  este fin de semana  hacer el ejercicio  de ver los Mil Tambores desde la mirada de Jung. En la catarsis de sus tambores, vestimentas y bailes nos encontraremos con seres atávicos  que vienen del pasado y del futuro, sanándose a sí mismos y que también pueden sanarnos a nosotros de la realidad de todos los días. Esto no es poesía,  con el mundo interior oculto del ser humano Jung sanaba a sus pacientes, no  podemos decir nosotros que estaba equivocado.