Por Rodolfo Follegati Pollmann, Profesor de Historia, Magister en Historia PUCV
Foto: Kilber Salas
El panorama deprimente, decadente y angustioso de Valparaíso salta a la vista. No quiero ahondar en el muro grafiteado, en la casa incendiada o la esquina llena de basura. Tampoco en los negocios cerrados, las empresas quebradas y el comercio ambulante. Todo eso es parte de la visión del albatros.
Arquitectos y urbanistas tratan de ser creativos y pretenden descubrir el hilo negro, que Valparaíso mira al mar. Ingenieros y economistas van siempre por más, pero no por mejor. Políticos y autoridades abren sus billeteras para que el dulce de la piñata les caiga siempre primero a ellos. Poetas y artistas se arrojan siempre el derecho, pero siempre frente al espejo. Y de entre todos ellos ¿dónde está la gente?, ¿dónde está el habitante de Valparaíso?
Comenzaré con una confesión. Mi padre es el menor de cuatro hermanos, porteños, hijos de descendientes italianos. Mi padre y sus tres hermanos se casaron y se fueron de Valparaíso. Mi madre es la segunda de cuatro hermanos, hijos de descendientes británicos, asentados en Valparaíso. Mi madre y sus hermanos se casaron y se fueron de Valparaíso. Todos estos abandonos ocurrían en la década del 60. En esos años, particularmente en 1968, Santiago Wanderers de Valparaíso obtenía su segundo título de campeón del fútbol chileno. En ocasión de aquello El Mercurio de Valparaíso señalaba en una columna editorial lo siguiente: “Ahora que se habla de decadencia en nuestra provincia, en muchos aspectos innegable, deberíamos tomar nota de este triunfo, aparentemente intrascendente, de un equipo de fútbol, para analizar qué se debe y en qué formas puede servirnos como imagen para otras proezas en otros campos…”.
Innegable que a finales de los 60 Valparaíso estuviera en crisis, como ahora o como en los en los años 20 del siglo pasado, o como en muchos momentos de su historia. Innegable como el abandono de su habitante que con alma de marinero parte a otros mares con la esperanza incierta de algún día volver, o el abandono de sus empresas, fábricas e industrias, que también algún día partieron, primero a la vecina Viña del Mar y luego a Santiago.
Este abandono, por cierto, es metafórico. No culpo a mis padres ni a nadie de los que algún día quisieron partir. Esta confesión no resuelve ni soluciona nada, pero al menos, creo, puede ser un punto de partida o un buen lugar desde donde posicionarse para mirar Valparaíso, su crisis y las posibilidades de futuro, como también mirar hacia atrás. Ilumino mi búsqueda de respuestas con dos antorchas, la del destino y la de la vocación, que me permitan aclarar el camino entre la utopía y la nostalgia que tantas veces nos nublan la vista.
Valparaíso hace su aparición en la historia documentada, oficialmente, el 3 de septiembre de 1544, en una carta poder redactada por Pedro de Valdivia a Juan Bautista Pastene para que explore las costas del sur y tome posesión de las tierras descubiertas. En el documento se señala: “…y ahora de nuevo nombro y señalo este puerto de Valparaíso para el trato de esta tierra y ciudad de Santiago”. Es decir, Valparaíso fue desde el inicio el puerto de Santiago. La profesora María Teresa Cobos sostiene que hasta finales del siglo XVI, “Valparaíso figura en toda la documentación como un lugar abandonado, donde no había población asentada estable, en razón que no se había fundado ciudad en forma…”. No es nuevo esto del abandono de la ciudad.
Durante casi doscientos cincuenta años poco cambió Valparaíso. Era el puerto de la ciudad de Santiago, con una escasa población que durante los meses de verano cuidaba los almacenes y bodegas de granos que iban a ser exportados al Perú. Hasta los piratas caían decepcionados ante tanta miseria. En una asolada en 1578 Francis Drake apenas obtuvo como botín un cáliz y un par de piezas de plata de la iglesia.
Hacia finales del siglo XVIII, el espíritu de la Ilustración atrajo a otros navegantes que recorrieron el sur de América con pretensiones científicas, o de espionaje con fachada de científicas, en el caso de tripulaciones no españolas. De puerto no tiene mucho, afirman varios testimonios, más bien es un fondeadero. Para Amadeé François Frazier “esta rada no vale nada en invierno porque los vientos del norte, que entran sin resistencia ponen el mar tan bravo, que muchas veces se ha visto arrojar buques a la costa”. Para Jorge Juan y Antonio Ulloa, quienes visitaron estas costas en 1748, la existencia de Valparaíso se justificaba solo por “la inmediación de este Puerto a Santiago”, lo que le ha permitido desarrollar el comercio que el país “antiguamente lo hacía en la Concepción”.
La verdad es que Valparaíso jamás fue una ciudad, de puerto poco tenía, salvo la proximidad con Santiago que justificaba una pequeña dotación inestable, y a la entrada del siglo XIX apenas contaba con tres mil habitantes.
Dos intentos hubo de formar allí una villa, los dos fracasaron por la oposición de las autoridades del Cabildo de Santiago, por un lado se temía que la ciudad se despoblara y perdiera contribuyentes, por otro lado, entre Santiago y Quillota no estaban dispuestos a perder jurisdicción de sus territorios en beneficio de una nueva ciudad.
Recién comenzado el siglo XIX, luego de más de dos siglos y medio de precaria existencia, Valparaíso recibe el título de ciudad, por obra y gracia de Ambrosio O´Higgins cuando fue Gobernador de Chile, antes de ser nombrado Virrey del Perú. Con estos pergaminos la Muy Leal e Ilustre Ciudad de Valparaíso del Puerto Claro, bajo la protección de San Antonio, su patrono, inicia el siglo y entra en la era de la República. Ya con autoridades locales, con instituciones administrativas, con burocracia pública y con una prometedora actividad portuaria, comercial y naviera, Valparaíso comienza a ser y verse a sí mismo y frente al mundo como el primer puerto de la República.
La libertad y apertura de comercio a las potencias otrora enemigas o competencia de España hacen de Valparaíso el primer puerto para todas las embarcaciones que provienen de Europa luego de pasar por el Cabo de Hornos, o el último antes de emprender la ruta al sur. Las dificultades geográficas, las deficiencias de infraestructura, lo rudimentario de las instalaciones y la carencia de servicios no era excusa para que no se instalaran agencias comerciales, navieras y financieras que monopolizaran la actividad portuaria. No importaba que fuera “un puerto de mar desaseado”, como lo describiera Gilbert Farquhar, tampoco la impresión desfavorable que se llevaba el forastero, como Eduardo Poeppig, botánico alemán, que confiesa que “de ninguna manera Valparaíso corresponde a las expectativas que se podrían cifrar en atención a lo que parece prometer su bello nombre”.
Pero Valparaíso, de primer puerto de la República pasará rápidamente a convertirse en el primer puerto del Pacífico Sur, en el emporio de Sudamérica y en puerta de entrada de la civilización. Pasan los años, Valparaíso deja de ser esa promesa incumplida y comienza a hacer gala de su nombre. Una ciudad deslumbrante, más de alguien la describió como la ciudad en que la fiesta es la fiesta de todos los días, una ciudad cosmopolita, políglota, alejada de las rurales costumbres agrarias del Chile Central y cercana al mundo.
Pero ese Valparaíso de la edad dorada, no oculta su otra cara. La cara de pobreza y miseria que se extiende por los cerros y quebradas, a excepción de los cerros Alegre y Concepción, donde las modernas cañerías de agua potable no llegan, ni la electricidad, ni los ascensores. Esa otra cara seguía allí, usufructuando de los restos que deja la ola después del temporal. Literalmente ocurría esto después de algún naufragio, los pobres de los cerros bajaban a la orilla para hacerse de lo que quedaba desparramado después del temporal, materiales de construcción, alimentos, utensilios domésticos, ropa. La prensa llamaba “las varadas”, a las mujeres del populacho que exhibían sus nuevas prendas obtenidas de algún naufragio.
A pesar de los contrastes, Valparaíso alcanza fama mundial. Aquí se hacen fortunas y se gastan, se pierden y se regalan, se traspasan de mano en mano, se especula, se comercia, se vende, se compra, se trabaja, se corre de un lado para otro, sin tiempo que perder, con frenesí. Se le saca un poco de tierra al cerro para arrojarla al mar, se le gana espacio al mar para extender una calle, una línea de ferrocarril, un galpón para el puerto, un muelle donde atracar.
Todo iba viento en popa hasta que se construyó el Canal de Panamá, esa vieja historia que nos sirve para explicar la decadencia de Valparaíso, esa que comienza en la segunda década del siglo XX. Podríamos decir que lo que no se pudo levantar después del terremoto del 16 de agosto de 1906, ya no se levantó más con la apertura del canal. Y por si fuera poco, el Supremo Gobierno puso sus fichas en San Antonio, pero no el santo protector de Valparaíso, sino en el vecino poblado que se convirtió en puerto y que al día de hoy supera con creces la actividad y el movimiento de Valparaíso.
Podríamos decir que el siglo XX fue el siglo del abandono de Valparaíso. Así como mis padres y mis tíos y tías abandonaron el puerto en los sesenta, muchos fueron abandonando Valparaíso desde mucho antes. Ya con el ferrocarril, que posibilitó la fundación de una villa en la vecina hacienda Viña del Mar, comenzó el éxodo. Primero fueron las familias pudientes, que construyeron nuevas mansiones y palacios en la nueva ciudad. Luego fueron algunas industrias que necesitaban expandirse y ya no contaban con suficientes terrenos planos y disponibles en Valparaíso. Luego fueron muchas víctimas del terremoto de 1906, las que pudieron comprar terrenos y casas en la nueva población Vergara, al norte del estero de Viña del Mar.
Así, a lo largo del siglo, Valparaíso va siendo abandonado, aunque se sigue creyendo y viendo a sí mismo como una ciudad portuaria, sin darse cuenta que esa actividad era como un recurso no renovable. Yo me atrevería a decir que el siglo XX para Valparaíso es el siglo de la inconciencia, del letargo y el adormecimiento. Anestesiado de poesía, de arte en todas sus formas, de vida cultural que nunca antes tuvo, de bohemia, Valparaíso fue dejando de ver el mar y el horizonte. Hoy se escuchan lamentos por el cierre de bares clásicos, lo cual por cierto que es lamentable, lamentos por la suciedad de las calles, lo cual era denunciado hace doscientos años atrás también; lamentos por la delincuencia, la misma que se convirtió en leyenda con los casos de la Cueva del Chivato o Emile Dubois.
Es cierto que los últimos veinte o treinta años Valparaíso cae estrepitosamente por un abismo, pero cabe preguntarnos qué hay de nuevo en eso, cuántas veces Valparaíso ha abandonado a Valparaíso, cómo nos alejamos del camino entre la vocación y el destino. Valparaíso nace como una utopía, un nombre sin serlo, un puerto sin serlo, una ciudad sin serlo, todo lo fue antes de serlo, hasta que la utopía se fue haciendo realidad. Esa realidad es su edad de oro, su porción de siglo XIX lleno de pujanza, civilización y modernidad. O para algunos puede ser esa otra porción de siglo XX llena de bohemia, cultura y poesía, de noche sin final, de sueños sin límites. Pero la realidad se desvanece, cualquiera de las que se elija. Se desvanece en el abandono. Y la pequeña porción de siglo XXI, estos recientes veinte años de “patrimonio de la humanidad”, no son más que la orquesta tocando a todo volumen, desafinada, sin director ni partitura, una orquesta nostálgica que toca ante un público nostálgico también, en el teatro de la nostalgia que se escapa de la realidad y abandona la ciudad arrancando a los dominios de esa edad dorada que no volverá, que tampoco fue tan dorada, que tan solo fue un poco más cercana a la armonía entre vocación y destino.
Entre vocación y destino, esa es la esquina donde debiéramos encontrarnos para realizar el gran cabildo ciudadano, la gran asamblea entre los que se fueron, los que se quedaron y los que llegaron. ¿Pero en qué lugar entre la utopía y la nostalgia está esa esquina?
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